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Política y cultura
L

a intervención del Estado en el terreno de las letras y las artes ha sido siempre de importancia en Francia. Se desarrolló durante la monarquía con el mecenazgo real, la creación del depósito legal por François I (un ejemplar de cada obra publicada se deposita en la biblioteca nacional), la fundación de las manufacturas reales de tapicería, de la Comedia Francesa y de las Academias bajo Luis XIV.

Cabe recordar que el cardenal de Richelieu, él mismo dramaturgo, creó en tanto primer ministro de Luis XIII la primera Academia con el doble fin de auspiciar la cultura y mantener el control y vigilancia de los escritores.

Con la revolución, aparece la inquietud de salvaguardar el patrimonio nacional: se crea el museo de los monumentos franceses y, acto fundamental, se crea el Museo del Louvre. Durante más de siglo y medio, diversas instituciones, con nombres variados, protegerán la cultura impulsando tanto su difusión como la labor creativa.

Al fin, en 1959, el presidente Charles de Gaulle crea el Ministerio de Asuntos Culturales. El general escribe a su primer ministro Michel Debré proponer un ministerio a André Malraux, quien dará relieve a su gobierno. La nueva institución permite decir a De Gaulle que la influencia mundial de Francia deberá pasar por la cultura.

La política cultural del ministerio es difundir las obras de arte en Francia y fuera de ella, de volver accesible a una vasta audiencia el patrimonio cultural y favorecer la creación del arte y el espíritu que enriquezcan. Para André Malraux no se trata de igualar bajando el nivel. Su línea política rechaza cualquier dispositivo pedagógico: para él, la acción cultural se basa en el choque artístico, sin necesidad de mediaciones. Al acentuar la acción cultural del Estado gaullista, la meta es debilitar la influencia dominante del Partido Comunista en los intelectuales.

Así, desde entonces, el Ministerio de la Cultura, y posteriormente también de la Comunicación, encubre ciertos objetivos políticos. Con la llegada de los socialistas al poder y la nominación de Jack Lang como ministro de Cultura, se extienden las funciones de esta institución a través de actos festivos, como la Fiesta de la Música, muy pronto imitada en otros países, jornadas nacionales del patrimonio… De manera oficial, la política cultural del ministerio es fomentar la imaginación creativa de todos, dar libre paso a la inventiva popular: la música en la calle, los tags garabateados en los muros de la ciudad y otras manifestaciones callejeras, a las cuales se ayuda a encontrar espacios en recintos dependientes del ministerio. Se trata de ampliar el campo cultural y desaparecer las diferencias entre artes mayores y artes menores, en beneficio de aficionados. Dar acceso a la cultura a la mayoría, impulsando la expresión de talentos, dando igualdad de oportunidades a todos.

Pedagogía y aprendizaje, muy lejos de las metas preconizadas por Malraux. Una ambición cuyo mensaje político no escapa a un observador. Se promueven, en consecuencia, los talleres de creación a cargo de figuras más o menos reconocidas y a las cuales se compensa financieramente. La mediatización de la intelligentzia se amplifica con becas, premios. Ferias, exposiciones, para fortuna del público, se subvencionan con los 7 mil millones y pico de euros asignados al Ministerio de la Cultura, de los cuales más de 4 mil millones se destinan a los medios de comunicación.

En efecto, desde 1986, el ministerio se encarga también de la comunicación, es decir, de la política de gobierno en dirección de los medios –prensa, audiovisual y, ahora, Internet–. Se plantea, pues, una cuestión esencial: cómo separar el impulso a la cultura y la acción cultural como sistema de propaganda del poder. Las relaciones entre las autoridades públicas y los creadores han sido siempre, en épocas y países diferentes, una fuente infinita de querellas y malentendidos. Acaso durará esto mientras existan creadores y poderes.