Editorial
Ver día anteriorSábado 7 de enero de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Semillas: abandono y dependencia
L

a producción y mejoramiento de semillas reviste importancia principal en la política alimentaria de todo el planeta, en la medida que el control de tales actividades constituye la puerta de entrada a toda la cadena alimentaria. En efecto, las semillas son la base de la sobrevivencia y la viabilidad de las civilizaciones y constituyen, por tanto, una variable cuyo control es codiciado por múltiples actores político-económicos y que debiera ser resguardado celosamente por los estados nacionales.

Resulta por ello preocupante la realidad que atraviesa nuestro país en esa materia. Luego de mantener durante varias décadas del siglo XX una política adecuada de producción y mejoramiento de semillas, que implicó la autosuficiencia nacional en granos básicos, hoy México padece los saldos de una dependencia creciente que se traduce, por ejemplo, en la necesidad de importar más de 10 millones de toneladas de maíz al año.

Esta debacle es la síntesis de dos procesos paralelos y complementarios, alineados ambos a la visión tecnocrática y neoliberal que ha definido la política alimentaria de las últimas tres décadas. Por un lado, el sometimiento de organismos estatales dedicados a la investigación agrícola y alimentaria a condiciones de penurias económicas que han mermado su operatividad, cuando no han provocado su desaparición. Un ejemplo célebre es la decisión, tomada por la administración de Vicente Fox, de cerrar la Productora Nacional de Semillas (Pronase), con el argumento falaz de que era más barato importar todo el maíz que se necesitara, en vez de producirlo en el país.

Por otro lado, México ha asistido al encumbramiento de corporaciones que se han hecho del control del mercado agroalimentario en el mundo, particularmente en naciones pobres y dependientes como la nuestra. No es casual que las tres empresas que dominan la comercialización de semillas en el país, Monsanto, Dupont y Syngenta actualmente controlen 50 por ciento de las semillas patentadas en el mundo. Esta circunstancia implica un factor de poder indebido que no sólo amenaza a los entornos agrícolas y sus habitantes, sino que es un riesgo a la seguridad y viabilidad de un país como el nuestro, a fin de cuentas.

Desde la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) –con especial énfasis a raíz de la entrada en vigor de la cláusula de ese instrumento trilateral que libera de toda limitación el comercio de granos– se ha insistido en la acuciante necesidad de fortalecer la producción mexicana y de protegerla de importaciones baratas que, si bien tienden a frenar los precios a corto plazo, a la larga resultan desastrosas para el abasto popular.

En esta época de globalización económica y abatimiento de fronteras a las mercancías y los capitales, es claro que la solución a las amenazas a la seguridad alimentaria de las poblaciones no radica en las grandes corporaciones agroindustriales, sino en las redes locales de producción campesina tradicional.

Ante la profundización de la dependencia alimentaria, el país debiera fijarse como objetivo necesario, y hasta prioritario, recuperar las capacidades productivas del agro, incluso a costa de subsidios, que son vistos como tabú desde la óptica económica antinacional del grupo en el poder y que, sin embargo, son instrumentos regulares de política agraria en Estados Unidos, la Unión Europea y en naciones asiáticas como Japón.

En suma, resulta impostergable que las administraciones nacionales corrijan la ausencia de política alimentaria y la desatención a los productores agrícolas nacionales, especialmente los de maíz y frijol, y que, aunque sea en este terreno, sea capaz de formular estrategias dotadas de visión nacional.