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Trump y Xi en Mar-a-Lago
E

l acontecimiento político internacional reciente que con mayor rapidez perdió la atención global, si es que en algún momento logró concitarla, fue el primer encuentro de los presidentes de China y Estados Unidos (EU) hace dos semanas. Examiné entonces su entorno inmediato. Lejos estuve de imaginar que sería eclipsado por el acto de guerra decidido por Trump y ejecutado al arribo de Xi. Una acción bélica unilateral, unipersonal incluso, decidida con precipitación; sin consultas, más allá del círculo íntimo de asesores; sin cálculo de consecuencias y repercusiones, y en total ausencia de estrategia de seguimiento y de salida. Importaba aprovechar la oleada generalizada de repudio ante el crimen de El Asad: ni el primero ni el último; marcar una clara diferencia frente a la conducta ante situaciones similares del gobierno de Obama; actuar en uso de facultades del Ejecutivo que marginan al Congreso; alertar a las fuerzas rusas activas en el terreno para evitar víctimas colaterales indeseables; usar poder destructivo aéreo no tripulado, como el de menor riesgo.

No era importante, en cambio, asegurar la efectividad de la acción: las instalaciones atacadas se utilizaron al día siguiente; olvidar la coordinación con naciones aliadas: estarían obligadas a respaldar, así fuese de manera tácita, el golpe de mano. Los aliados y otros países expresaron apoyo o guardaron silencio ante la acción unilateral porque temieron que censurarla, como correspondía en términos del derecho internacional, sería interpretado como apoyo al régimen de El Asad.

Estados Unidos –según un celebrado comentarista de CNN– demostró tener ya presidente y mostró al mundo el posible patrón al que se ajustarán las acciones estadunidenses en la arena internacional: impromptu y desatadas por una reacción visceral. Trump narró los hechos consumados a Xi durante la cena del jueves 6 en Mar-a-Lago. Debe haberlo complacido la idea de que su huésped también aprendiese la lección.

Las lecturas inmediatas de lo ocurrido en las conversaciones de Mar-a-Lago fueron corregidas, en aspectos sustanciales, días después por nuevas declaraciones de Trump. Tras la acción en Siria y el brusco deterioro de la relación con Rusia, el presidente, sin pudor alguno, empezó a desdecirse a diestra y siniestra: ante sus aliados, declaró que la OTAN había dejado de ser obsoleta; ante sus rivales, declaró que China, en realidad, no manipulaba el tipo de cambio. No declaró que participaría en la TPP, pero insinuó que usaría los avances conseguidos en su negociación –motejada antes de desastrosa– al renegociar otros acuerdos comerciales, como el NAFTA. Aderezó esas rectificaciones con elogios a su interlocutor y a su encantadora esposa, a quienes bien pudo intoxicar, pues se ha sabido que Mar-a-Lago está sujeta a inspección sanitaria por deficiencias de higiene en el manejo y preparación de alimentos.

Correspondió al secretario de Prensa de la Casa Blanca, el inefable Sean Spicer, ofrecer la versión oficial de lo acontecido en una visita que constituyó una gran oportunidad para que los presidentes y sus esposas se conociesen entre ellos, compartieran los alimentos y trabajasen sobre cuestiones importantes. Apenas mencionó las áreas de discusión y dejó entrever que en todas había habido diferencias de puntos de vista, que se procuraría ventilar con un enfoque de mutuo respeto. Esta fue la fórmula cortés pero imprecisa con que se acogió la insistencia de Xi –planteada desde su primera entrevista con Obama, en Sunnylands, hace cuatro años– en que China y EU establezcan una relación entre grandes potencias.

Por otra parte, parece que Trump tiene dificultad de entender la noción de respeto mutuo respecto de cualquier tipo de relaciones, desde las internacionales hasta las interpersonales.

Como también declaró Spicer, las políticas industrial, agrícola, tecnológica y cibernética de China ejercen serios impactos sobre los empleos y las exportaciones de EU, tornando indispensable que China adopte medidas concretas para nivelar el campo de juego en favor de los trabajadores estadunidenses, sobre todo en acceso a mercados. Para determinar las líneas de acción en esta materia, se convino realizar consultas en los próximos 100 días, dentro de un marco institucional renovado (que en realidad es el establecido en tiempos de Obama, con diferente nomenclatura). China parece considerar que un alza inmediata de sus importaciones desde EU, que permita a Trump señalar que ha logrado reducir el déficit comercial, es un precio razonable para evitar la guerra comercial que de otro modo desataría. Poco se ha sabido de posibles nuevos enfoques de otros aspectos de una relación económica y financiera cada vez más compleja. El campo de la ciberseguridad, discutido de manera tan intensa como infructuosa en Sunnyland hace cuatro años, aparece ahora como uno de los más promisorios para la cooperación bilateral entre gobiernos interesados –por distintos motivos y con diversos procedimientos– en limitar el acceso irrestricto e igualitario a la Internet y demás TIC. Tampoco es claro en qué medida y con qué detalle se discutió la situación de los varios conflictos limítrofes en el Mar del Sur de China –más allá de la reafirmación de los principios básicos de libertad de navegación. Cabría pensar que, ante la nueva situación y las incertidumbres acrecidas, se llegue a una suerte de entente que congele los diferendos limítrofes y extienda el statu quo por el resto de este decenio y buena parte del que le sigue.

Como todo mundo esperaba, la RPDC fue el contencioso más relevante. A toro pasado, días después de concluida la visita, Trump declaró a los medios que Xi podía esperar más flexibilidad en las negociaciones comerciales con EU en la medida en que colaborase más a poner fin a los proyectos nucleares norcoreanos. El vínculo entre ambas cuestiones es por completo artificial. Pence frunce el ceño y da por terminado un lapso de paciencia estratégica que no se sabe cuándo comenzó. Trump ordena la movilización de fuerzas de combate, que navegan hacia otro rumbo, y juega con la amenaza de una acción unilateral contra instalaciones nucleares norcoreanas. Esta opción es rechazada de plano por todos los países directamente concernidos, empezando por la República de Corea y Japón, los aliados de EU en el área. La difícil pero insustituible línea de una negociación de largo plazo para la desnuclearización de la península no corresponde al estilo diplomático de Trump. Kim Jong un se siente tentado a realizar un nuevo ensayo balístico, para conmemorar el 105 aniversario del abuelo, que resulta fallido. Empero, puede ofrecer a Trump el pretexto para una segunda acción militar.