Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 19 de noviembre de 2006 Num: 611


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Cuento vivo de Andalucía
DANTE MEDINA
Parábola del bolso
CARLOS EDMUNDO DE ORY
El ordenador
FELIPE BENÍTEZ REYES
Dilemas urbanos
CRISTINA GARCÍA MORALES
Condición anfibia
JOSÉ LUIS GONZÁLEZ VERA
Unas cositas verdes que saltan y hacen croa, croa, croa
MIGUEL ÁNGEL GARCÍA ARGÜEZ
Poesía viva de Andalucía
Las Musarañas
JUAN BONILLA
Coleccionismo
MARCOS GUALDA
Lo que el viento a Juárez
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Teatro
NOÉ MORALES MUÑOZ

Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES


Directorio
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Felipe Benítez Reyes

El ordenador

Una vez al año, durante lo que él llamaba Nochebuena, mi padre encendía el ordenador. Llegado el gran momento, todos nos reuníamos alrededor de la mesa y nos preparábamos emocionalmente –aguantando la respiración con el fin de añadir una grata dosis de angustia a nuestro entusiasmo— para presenciar ese número de magia anual y prodigioso que mi padre llevaba a cabo con mucha ceremonia: abría el arcón de roble con una llave historiadamente labrada y se ponía a desliar retazos de telas hasta que aparecía el estuche. Ponía entonces el estuche sobre la mesa, lo contemplaba durante unos segundos que se nos hacían eternos, presionaba el cierre, levantaba la tapa y aparecía el ordenador —al que mi padre, por alguna razón inconcreta, llamaba siempre "el portátil". Observaba entonces el ordenador durante unos segundos —pequeñas eternidades seguidas de pequeñas eternidades—, presionaba otro resorte y levantaba la tapa, quedando ante nosotros una pantalla ciega, tras de la cual sabíamos que se abrirían túneles caligráficos y fabulosas imágenes a poco que mi padre le diera al botón.

"Apagad las luces", ordenaba mi padre con la voz ahuecada por los rigores de la pompa que imponía la circunstancia, y todos los niños nos apresurábamos a soplar las velas, mientras que mi madre y mis dos tías apagaban los quinqués. Cuando la oscuridad era completa, mi padre le daba al botón y, tras unas alegres notas musicales, surgía en la pantalla una ristra de frases en idioma extraño, y todos hacíamos entonces algún tipo de exclamación menos mi padre, que nos mandaba callar con un chist de cobra.

Cada año, mi padre tecleaba —así lo decía él— nuestros nombres, cuyas letras iban grabándose en la pantalla como espectros diminutos y ordenados: Atel, Raichad, Eloma, Sanna... Cada año, mi padre, una vez escritos los nombres de todos para conjurar la enfermedad y la desdicha, le daba a una tecla y aparecían en la pantalla los gorilas.

Los gorilas eran dos, y se lanzaban plátanos —una especie de fruta de las regiones cálidas— por encima de unas casas muy altas: los rascacielos. Cada vez que uno de los gorilas arrojaba un plátano, el ordenador emitía un sonido verdaderamente extraño y pintoresco, parecido al de un pájaro al que le apretásemos el buche mientras canta.

Los gorilas se daban golpes de autoestima en el pecho, bestias arrogantes en sus torres, y nosotros los imitábamos silenciosamente al amparo de la oscuridad, pues mi padre no permitía broma alguna durante la ceremonia.

Concluida la tradicional función de los gorilas, mi padre le daba a la tecla adecuada y aparecía entonces en la pantalla, como fin de fiesta, una lombriz que iba arrastrando su babosidad informática por un laberinto cada vez más estrecho y doloroso. Si chocaba con los barrotes del laberinto, la lombriz lanzaba un gemido de dolor que parecía venir de otro mundo, pues nadie gime de ese modo en el nuestro. Como mi padre sólo practicaba el juego de año en año, conducía torpemente a la lombriz por el laberinto, y aquello era siempre un espectáculo triste, un broche no de oro, sino de angustia y desgarro.

Tras el peregrinar desventurado de la lombriz por su laberinto geométrico, mi padre nos decía que encendiéramos las velas y quinqués. En cuanto se hacía la claridad, mi padre volvía a apretar el botón y la pantalla se sumía instantáneamente en su inquietante ceguera, inerte en su hondo eclipse todo el año.

Aquella ceremonia nunca duraba más de tres o cuatro minutos, porque, según mi padre, el ordenador tenía señalada la hora de su muerte: también era mortal y esclavo de los relojes. "¿Veis ese número?", nos preguntaba, señalando una ventanilla líquida que había sobre las teclas. "Pues es el que indica el tiempo de vida que le queda." Y el tiempo de vida que le quedaba al ordenador eran, no sé, cuarenta y tres minutos, y al año siguiente eran treinta y nueve o cuarenta, y al otro eran ya treinta y seis o treinta y siete. Y nosotros no entendíamos nada. Y mi padre se enredaba en una lección sobre las fuentes de energía, y hablaba de algo llamado electricidad, y acababa siempre —otra tradición anual— poniéndose meditabundo, recordando sin duda el pasado.

Con parsimonia, mi padre metía el ordenador en su estuche, reliaba el estuche con retazos de telas, depositaba cuidadosamente aquella especie de momia sagrada en el arcón y echaba la llave, dejando en su letargo anual aquel pequeño mundo de letras prodigiosas y de altaneros gorilas, y evitándole nuevos sufrimientos a la lombriz.

Después de la cena, también era tradición que nos visitara Saúl, que hacía representaciones de títeres a domicilio. Cuando oíamos las ruedas de su carro sobre la nieve y los relinchos galantes de su caballo Tod al ver a nuestra vieja yegua Martingala, salíamos corriendo al porche.

Saúl era capaz de imitar voces distintas: la de la princesa, la del ogro, la del rey y la del pirata. Su garganta era, por sí misma, un pequeño teatro embrujado. A veces, incluso, se echaba a cantar, a medias entre el solfeo y la pura tormenta, pues ponía la voz muy ronca y vigorosa de graves, que hasta parecía que el mundo temblaba igual que el humo.

Los muñecos de Saúl —siempre cruzando espadas, siempre galanteando a la princesa rubia y gótica, siempre el pirata tuerto armando gresca— tenían la misma perversidad alegre que los locos que vivían refugiados en el bosque y que se pasaban la vida bailando, destilando licores y engendrando niños ciegos, sin brazos o sin piernas o niños con tres ojos, tres brazos o tres piernas.

Aquellos títeres chiflados de Saúl nos divertían mucho —aunque mi padre, sentado delante de la chimenea, pareciera la representación misma de la melancolía—, pero aún nos divertía más que Saúl nos contase historias del pasado, porque él había sido una cosa llamada piloto, en otro tiempo, cuando los hombres, por lo visto, aprendieron a volar y comenzaron a padecer la angustia de sentirse demasiado grandes en un planeta demasiado pequeño.

Después de cada ceremonia, al ordenador le quedaban menos minutos de vida almacenados en su batería —una especie de alma— que mi padre procuraba dosificar con prudencia para poder escribir durante muchas Nochebuenas nuestros nombres y para que siguiéramos maravillándonos con los gorilas peleones y con la lombriz errabunda.

Cuarenta y tres minutos. Treinta y nueve o cuarenta minutos. Treinta y seis o treinta y siete.

Mi padre murió antes que el ordenador, que aún disponía de once minutos de vida. Como ninguno de nosotros sabía manejarlo, el ordenador se convirtió de ese modo en eterno, sostenido por su frágil eternidad de once minutos ingastables.

Saúl, viejo y desmemoriado, ajeno al tiempo, seguía llegando a casa en Nochebuena para montar su teatrillo de títeres, y nosotros, por no darle a entender que el tiempo había pasado para todos, nos resignábamos a retroceder hasta nuestra infancia durante la representación —la princesa marchita, el rey demente, el rugido cascado del ogro, la chulería patética del pirata, todos ellos animados por el pulso artístico de unas manos temblorosas.

Terminada la representación, Saúl, fiel a nuestra perdida curiosidad infantil, nos contaba cosas del pasado, del tiempo en que los hombres habían llegado a volar, y mis hermanos se reían por lo bajo de aquellas fantasías y leyendas que titubeaban en la boca de Saúl como titubean los topos al salir de la madriguera. Yo, en cambio, me ponía triste, siguiendo la tradición navideña de mi padre, y me sentía perdido entre dos mundos: el pasado y el presente, con el corazón desequilibrado de recordar tantas cosas y de no poder recordar tantas otras. Chocando con los muros del tiempo. Gimiendo de dolor. Como la lombriz en su laberinto

Felipe Benítez Reyes nació en Rota, Cádiz, en 1960. Es autor de una obra versátil que abarca la poesía, la novela, el relato, el ensayo y el artículo de opinión. Ha obtenido la Medalla de Andalucía a su carrera literaria, el Premio Luis Cernuda, el Premio Nacional de la Crítica y el Premio Nacional de Literatura.