Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 13 de mayo de 2007 Num: 636

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No somos iguales

Dejó ya la cartelera, en la que permaneció durante una temporada cuya duración ya no sabe uno, a fuer de sinceridad, si celebrar o deplorar, tratándose de la película que se trata, porque se trata de Niñas mal (2006), la más reciente muestra de lo poco que va quedando de aquel Fernando Sariñana operaprimista, que a tantos hizo hablar de buenos augurios con su Hasta morir, solamente para ir deslizándose, con el paso de los años, a la concepción y factura de cintas cada vez más famélicas en un sentido, y cada vez más gordas en otro.

Queda por saber si lo ha hecho con plena conciencia o si, por el contrario, es una forma de pasar aceite, pero el caso es que hace ya buen rato que el director de Todo el poder eligió contar historias elaboradas desde una perspectiva clasista, decantándose preferentemente hacia el extremo donde se encuentran el dinero y el poder y haciendo suyas, por ende, las posturas de la clase acomodada, puede que incluso no sólo exponiéndolas sino también preconizándolas, a juzgar por los elementos con los que suele componer sus filmes.

Desde que Televisa nos lo dictó a través de la voz y las carantoñas de una entonces joven Verónica Castro, en México ya sabemos que "los ricos también lloran"; vale decir, la vida se les complica y, como cualquier hijo de vecino, tienen broncas cuya solución pertenece a la esfera de aquello que MasterCard no puede comprar. Todo lo cual está muy bien, tanto como las ganas que alguien, Sariñana o cualquier otro, tenga de poner en imágenes secuenciadas el modo y manera en que esos ricos vierten lágrimas, porque no se trata de exigirle, a él ni a nadie, que por una supuesta corrección política o algo por el estilo, dirija su atención exclusivamente a ese pa bajo al que alude la famosa canción interpretada por Pedro Infante, que es adonde los de arriba no saben mirar.

Desde donde el cineasta se ha instalado, el México contemporáneo está hecho de ghettos económicos inmezclables, que por definición aíslan a quienes viven ahí, volviéndolos ciegos o demasiado torpes para darse cuenta de que el mundo no se acaba en ésas sus casas, tan grandes que hay áreas seguramente no pisadas por pie alguno, ni tampoco en sus reventones, a los que no va nadie que no pueda llegar en Audi o en BMW, ni tampoco se termina en la angustia femenina de ser o no ser capaz de convertirse –si se quiere o no poco importa-- en la perfecta Diosa Doméstica.

Esto último, precisamente, es el meollo de la trama expuesta por Niñas mal, título que alude obviamente al concepto "niñas bien", en el cual se engloban diversos atributos, el primero de los cuales es la solvencia económica. Pero si además del acceso poco o nada restringido al cómodo nivel de vida material que emana de la saludable cartera del papá o de un sucedáneo, no se poseen otras cualidades, no se puede ser una buena niña bien. Dichas cualidades son, dichas sin un orden particular, egolatría irrestricta, ignorancia y desinterés por todo aquello que no concierne personalmente, y mucha, pero muchísima superficialidad.

Una necesidad incomprensible de desplegar una galería de personalidades supuestamente opuestas que al final y previsiblemente se harán coincidir –expediente más que manido cinematográficamente, por cierto--, permite al director ejercitarse una vez más en la confección de cartones-cliché: la tonta tonta que sólo piensa en ser una buena esposa, la que quiere aprender repostería para demostrarse a sí misma que no es torpe en absolutamente todo, la lesbiana que al salir del closet ha escandalizado a todos, pero sobre todo la protagonista, la que se supone la única y verdadera niña mal, para colmo de grandilocuencias hija de un político panista que no es Creel pero sí quiere ser candidado a la jefatura de Gobierno del DF.

Con graves problemas de verosimilitud, a pesar de sus forzadísimos anclajes en la realidad contemporánea, Niñas mal es otra pésima muestra de un tipo de cine en el que algunos están queriendo ver una opción a eso que, en palabras que rezuman desdén, es "diferente a ese cine de historias y personajes jodidos que tanto les gusta hacer en México". La pregunta sería, entonces, ¿de verdad no se tocan, jamás y por ninguna razón, esas dos realidades? ¿Es forzoso el maniqueísmo para hablar adecuadamente de uno u otro extremos? O peor: dado el exacerbamiento actual de las tensiones sociales, ¿tiene razón Sariñana y hay que ir pintando rayas clasistas infranqueables para tener bien claro de qué lado está cada uno? Y nada de que el cine, y el de este tipo en particular, es puro entretenimiento, porque esa inocentada siempre lleva un trasfondo de mendacidad.