Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 22 de agosto de 2010 Num: 807

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Vamos a matarnos
ALEJANDRO ACEVEDO

Visiones de Teotihuacan
ESTHER ANDRADI

Vicente Leñero y la pasión por la forma
ANDRÉS VELA

Propaganda vs. publicidad
LUIS ENRIQUE FLORES

La novel narrativa argentina
JUAN MANUEL GARCÍA

La fuerza de lo visual
LAURA GARCÍA entrevista con MARGARITA GARCÍA ROBAYO

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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OBJETOS DESTERRADOS DE CAJAS PROFUNDAS

CELIA ÁLVAREZ


Andar,
Diego Salas,
Universidad Veracruzana,
México, 2010.

“Pasa en mí/ tus edades confinadas/ espina de desierto extraordinario/ amada humillación/ dolencia/ ¿Cómo callar la piel a la palabra y desmejorar tus resonancias deseadas?/ ¿Cómo dignificar las cegueras que llenan tus vacíos inexorables?” El poema “1979” fue escrito por el joven xalapeño Diego Salas un año antes de obtener la beca del Programa de Intercambio de Residencias Artísticas para Quebec, del FONCA. Entonces sólo fantaseaba con ganar lo suficiente para viajar a Canadá, encontrar a la persona a quien se lo escribió y entregárselo personalmente.

Gracias a la beca y al conjunto de textos motivados por “1979” concluyó su libro Andar, publicado por la Editorial de la Universidad Veracruzana en la colección Ficción Breve, que contiene una serie de versos escritos de madrugada en la mesa de un café y generados por potenciadores emocionales que involucran desde una muchacha quebequense hasta el bombardeo en el Líbano.

Algunos de sus poemas tienen que ver con una autopoética que le ha dejado eco y uno de sus predilectos es “Bus”, que cierra el poemario y esclarece sus límites entre la salud mental y la artística: “En realidad lo que silencia es la palabra/ se calla/ quema/ habita o bebe de los molinos que no giran/ dan sombra a la guerrilla/ o certeza sin perro dueña de la tregua que embargan las cosas importantes./ Hay hielo en las banquetas y todo el horror en la memoria desfila calle abajo/ yo digo que así suenas en mis huesos/ pero el poema responde no/ es sólo lluvia.”

Escribe al menos una línea por día en una servilleta, su fetiche. Una vez extravió la que acababa de usar, corrió a casa, intentó recordar sus versos, no pudo reproducirlos íntegramente y procuró otra versión, atormentado por no saber qué ocurrió en su cabeza al escribirlo. Días después, en un parque, al atarse las agujetas se topó con la servilleta original y transcribió el texto sin modificarlo, para no hacerle tal ofensa a su cadena de coincidencias. Así aparece en Andar.

Poeta desde los trece años, asegura que escribir un verso respetable cuesta, y primero necesita “sentir” el discurso interior para codificarlo y transmitirlo. El problema es que el arte no se subordina a procedimientos lógicos y hay que recurrir a la cuestión emocional, por lo que necesita leer un texto que le genere “algo”; lo usa como catalizador del mundo y entonces intenta transformar cierta idea en una expresión estética.

Vive de la música y halla una analogía interesante entre el músico de jazz y el poeta: “En ambos casos, el receptor jamás tendrá la plena certeza de lo que estás haciendo; con la poesía, te formulas una idea, realizas el primer verso, que dará pie al poema completo, y al tercero te encuentras con que ‘hace ruido’ al leerlo en sucesión con el primero; entonces hay que ver qué se modifica, qué se sacrifica de un verso en particular para que la totalidad quede lo mejor posible.” Es la clave de su proceso creativo.


EL FANTASMA DEL BIBLIÓFILO

LEO MENDOZA


Bibliotecas llenas de fantasmas,
Jacques Bonnet,
Traducción de Daniel Stacey,
Editorial Anagrama,
Barcelona, 2010.

“¿Qué hacer con nuestros libros?” se preguntó alguna vez el poeta David Huerta. La interrogante no era sólo retórica pues, además de ser el vehículo más efectivo para la difusión del pensamiento, los libros también son objetos físicos, realidades que se agregan al mundo, ocupan un espacio y crecen, habitualmente, sin orden ni concierto. Por eso, concluía el poeta, la única manera de lidiar con este desorden era convertirnos en propietarios de una gran casona donde instalar nuestra biblioteca, algo más que imposible para muchos bibliófilos.

La acumulación de títulos nos angustia no sólo porque se apoderan de nuestro espacio –los encontramos incluso en los baños o en las cocinas, donde las novelas culinarias compiten por un sitio junto a los recetarios–, sino también porque nos resulta imposible leer todos aquellos que adquirimos y cuya lectura posponemos hasta olvidarla por completo. Todo lo contrario le ocurre al libro, ya que, mucho más paciente, espera hasta que aparece el lector al que estaba destinado.

Hay quienes aseguran que una biblioteca personal sólo debe contener unos cuantos volúmenes, lo cual implica una dolorosa decisión al momento de quedarnos con algún volumen y desechar otro de los elegidos con anterioridad. Este dilema, para algunos, es como un descenso al Tártaro. Infinidad de lectores expurgan anualmente sus bibliotecas y donan o regalan parte de sus existencias. Lo cual puede resultar contraproducente pues, como una maldición, es precisamente aquel texto desechado el que contiene un dato preciso para nuestra investigación, o una cita que no hemos encontrado en ningún otro espacio. Y entonces hay que comprarlo de nuevo, reiniciando el ciclo como modernos Sísifos.

Donarlos a las bibliotecas públicas tampoco resuelve el problema: primero, porque estas instituciones ya no reciben fácilmente a estos exiliados y, segundo, porque los descartes de los acervos muchas veces convierten nuestra donación en material de segunda mano. Y por supuesto que venderlos en las librerías de ocasión no es negocio: el libro, una vez usado, invariablemente se deprecia. Así que lo que nos ofrecen por ellos es apenas una fracción de su valor.

Sobre todos estos problemas y angustias que encara el bibliófilo versa Bibliotecas llenas de fantasmas, un breve e ilustrativo ensayo –en el mejor sentido del género– de Jacques Bonnet, en el cual explora los temores y las satisfacciones que viven y sufren los amantes de los libros, sobre todo cuando se poseen más de 20 mil volúmenes. Entre los miedos se encuentra el de morir aplastados por nuestros propios libros (como ocurrió con algún filósofo, según cuenta la leyenda). Y entre los milagros podemos contar esa cadena de casualidades que han hecho posible que un libro llegue a nuestras manos.

Bonnet reflexiona con pasión sobre el ejercicio de la lectura como una conversación con los difuntos –como bien dijo el señor de la torre de Juan Abad– y de cómo esos seres imaginarios que crean los escritores, con el paso del tiempo, son parte de nuestra experiencia vital, los conocemos mucho más que a sus propios autores y nos influyen decisivamente, queremos ser como ellos o los despreciamos y odiamos apasionadamente.

Los libros son objetos de los que nos apropiamos tanto física como espiritualmente –de ahí que tenerlos, aun sin que sean leídos, sea parte de la experiencia del lector– y nuestras manías, nuestras filias y fobias se reflejan en el uso que les damos: escribimos en las márgenes (como lo hacía Poe), los regalamos (para no prestarlos), inventamos nuestra propia clasificación para ordenarlos (caótica y anárquica) y reconocemos que cada volumen es un vaso comunicante con nuevos autores, nuevas ideas y más fantasmas que han encarnado en ese objeto maravilloso, casi mágico, al que llamamos libro.


ESPACIO EVOCADO Y ANALIZADO

RAÚL OLVERA MIJARES


La poética del espacio,
Gaston Bachelard,
Traducción de Ernestina Champourcin,
FCE,
México, 2009.

La exploración de las formas sensibles, no en cualquiera de sus manifestaciones sino en aquella muy particular que engendra el sentimiento de la belleza, se convierte en objeto de interés científico por parte de Gaston Bachelard (1884-1962) en su obra La poétique de l’espace (1957) la cual tradujo, sin mayores distorsiones ni libertades dudosas, Ernestina Champourcin en 1965. Obra abstrusa, no fácil de penetrar, que va ya por la décima reimpresión, testimonio de un momento irrepetible en la historia del pensamiento francés contemporáneo, en que confluyeron dos corrientes igualmente impetuosas y sustanciales: la filosofía de la existencia de Martin Heidegger y el interés por los hallazgos realizados por las ciencias experimentales.

En general se piensa en Sartre como el portavoz y desarrollador de las ideas existencialistas, es verdad, aunque el enfoque más original y más denso en cuanto a la especulación filosófica es el de la Phénoménologie de la perception (1944), de Maurice Merleau-Ponty, vuelta al método originario husserliano, último fundamento de las ideas de Heidegger. El iniciador en realidad de esta corriente, Franz Brentano, veía con sumo interés las nuevas ideas científicas, representadas en su tiempo por figuras de la talla de un Bernard Bolzano o un Hermann von Helmholtz. Gaston Bachelard proviene también de una formación científico-experimental bastante sólida. Cree en el apego al método y, en repetidas ocasiones, invoca los principios fenomenológicos o –mejor aún, como los bautizó Brentano– descriptivos del enfoque, significando con ello el análisis pormenorizado –prescindiendo de detalles históricos, tradicionales o propios de cada disciplina– relativo a los aspectos más sobresalientes, menudos y concatenados en forma causal respecto de lo que se muestra, es decir, el fenómeno en toda su riqueza fáctica.

La aportación, en cuanto a los hallazgos particulares, puede parecer un tanto menor o desdeñable, si bien Bachelard –aquí sí recurriendo a la historia del arte– centra su idea de asociar la noción de topos o espacio a una serie de motivos estéticos más o menos recurrentes en la historia de las artes visuales, explorándolos en sus evocaciones en la literatura y, de manera especial, en la poesía. La casa, el nido, la concha, los rincones, la miniatura, la inmensidad, el dentro y el fuera, lo redondo se vuelven tema de una lenta y lírica divagación por parte de Bachelard, gran venerador de la poesía en su lengua y en otras tradiciones extranjeras, no la última la germana, por cierto. Mucho del estilo llano e intimista de la charla cuasi familiar del autor se pierde en el trasvase al castellano, donde innumerables voces adquieren resonancias acaso demasiado cultas y ásperas. Algo queda, desde luego, cuando el lector se sumerge en las aguas profundas de la interiorización.



Pobre amor heterosexual,
Karla Paniagua,
Editorial Lenguaraz,
México, 2009.

Con un prólogo de Eduardo Álvarez Vélez y un epílogo del cuentero irredento Lauro Zavala, este breve volumen tiene como principales rasgos la concisión y la heterodoxia: conciso en la escritura, en el aliento narrativo de Paniagua; heterodoxo en la forma y el ordenamiento de los cuerpos textuales, algunos de ellos cuasiaforísticos, otros plenamente instalados en formas clásicas de la estampa, la descripción o el retrato de situaciones.



La letra muerta. Tres diálogos virtuales sobre la realidad de leer,
Juan Domingo Argüelles,
Océano,
México, 2010.

Al colega y compañero de páginas Juan Domingo Argüelles le ha preocupado siempre el fenómeno de la lectura, el acto mismo de leer, y al estudio de estos dos hechos nodales de la cultura suele dedicar mucho de su esfuerzo, su talento y su entusiasmo. A veces desencantado, a veces más impregnado del júbilo inherente a todo acto de conocimiento –y la lectura siempre lo es–, el autor retoma en este volumen muchas de sus preocupaciones y las relanza a partir de nuevas perspectivas, desde las que tienen que ver con el soporte físico de la lectura, hasta las relativas al propósito contemporáneo de esta última.



La brújula hechizada,
Mauricio Montiel Figueiras,
Dirección de Literatura UNAM/El Equilibrista,
México, 2009.

Más de una vez becario –condición suya en el presente–, el autor de La piel insomne, publicado en 2002, propone aquí un conjunto de ensayos literarios a manera más de mapa que de brújula, en lo que él considera “la buena literatura”. Muchos de los nombres-islacontinente a los que apela son incontestables: Auster, Coetzee, Gifford, Ishiguro, Jelinek, Mishima, Nooteboom..., mientras otros, como parece obvio, responden más a un ejercicio público –es decir, a una publicitación– de preferencias personales en el ámbito narrativo mundial.