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Ver día anteriorLunes 4 de agosto de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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De mano a mano
T

engo un amigo que todavía escribe cartas a mano y cuando le da por contactarme de esta forma me entusiasma de manera particular, entre otras razones porque me da la oportunidad de a mi vez contestarle a mano, cosa que me emociona al grado de hacerme salivar.

Sin embargo, como esta correspondencia es cada vez más esporádica, no resultó raro que al recibir carta suya me encontrara desprovista del material indispensable para contestarla como es debido.

Busqué en los cajones de mi escritorio al menos una hoja y el sobre correspondiente pero, si daba con ellos, o bien no eran del mismo papel, o no del mismo color, o eran de tamaños incompatibles, o estaban estampados y el motivo chocaba con la ocasión. Admito que al no encontrar lo que buscaba a otros ojos mi desesperación resultara exagerada, pero los taconazos que di con mis botas contra el piso me parecieron una manifestación leve para el enojo enorme que me causaba no contar con lo necesario para atender la carta que me acababa de llegar. Aunque diré que, pasado el enojo, logré darme cuenta de que no todo estaba perdido, pues bastaba con que abriera la puerta, saliera a la calle y caminara algunas cuadras para llegar a una papelería, una de las mejores de la ciudad, y sin duda encontrar ahí lo que anhelaba encontrar.

En el camino procuré hacer caso omiso de un recuerdo que se me presentó sin que lo hubiera convocado en lo más mínimo. (Entre paréntesis pregunto a los académicos de la lengua ¿les parece acertada la frase en lo más mínimo? Pariente de más poco, ¿no?) Dicha evocación, digo, quería pasar por advertencia, por consejo del buen amigo, pero más bien hizo las veces de lo que llaman balde de agua fría. Admito que desencaminada no iba, pues la experiencia que hacía poco había tenido en la búsqueda de una pluma fuente había sido tan desastrosa que sólo una olvidadiza como yo, o una optimista como yo, necesitaba que el inconsciente se la recordara para recordarla. Pero en sí era para no olvidarse nunca.

Cuando descubrí la pluma fuente, fui feliz. La adopté para todo, o casi para todo (pues el lápiz, siempre que sea de grado extra suave, para mí sigue siendo irremplazable en un sinnúmero de tareas), y en cuanto el punto fallaba –¡por tantas razones posibles!–, o cuando la tinta de tal color o para la pluma de tal marca, escaseaba, corría yo a sustituirla, o sustituirlas, y no descansaba mientras no sustituyera una u otra, pluma o tinta, o ambas, y la sustitución resultara a mi entera complacencia y satisfacción.

Y este estado de cosas procedió sin tropiezos durante muchos años. No sólo sin tropiezos, sino con magníficos resultados. Duró y duró. Y duró hasta que tuvo lugar la experiencia que recordé sin querer, pero que debí haber querido recordar cuando salí a la papelería en busca de una hoja de papel y un sobre para contestar a mano la carta a mano que acababa de recibir.

Lo que recordé fue la ocasión en la que me falló la pluma fuente que estaba usando y decidí desplazarme hasta El Palacio de la Pluma, tienda que no me había defraudado nunca y que no podría defraudar ahora mi búsqueda ni el esfuerzo que implicaba, pues vivo en el extremo opuesto a dicho Palacio, trasladarme hasta allá con tal de remplazar la pluma fallida. Pasé más de una hora examinando cada una de las plumas que el Palacio exhibía en diferentes salones iluminados y diferentes vitrinas limpias y cerradas. Y pasé otra hora más probando las que fueron llamando mi atención. Caligrafiaba una curva en una hoja de papel puesta a mi alcance para cumplir con esta misión. Probaba el grosor del punto, la fluidez de la tinta, la calidad con la que se deslizara el punto a lo largo del papel. Probé también el volumen de la pluma entre mis dedos. Por fin me decidí por una de ellas, con el frasco respectivo de tinta. Pagué y regresé a mi casa a retomar lo que hubiera sido que interrumpí al notar que la pluma fallaba. Sin embargo, la tinta no fluyó; el punto rasgó el papel. Me desesperé; me desengañé. Me olvidé de las plumas fuente.

Todo esto para contar que en la papelería, al pedir papel para escribir una carta, lo que la vendedora me tendió fue una hoja de papel tamaño carta. Me desesperé; me desengañé. Pero no he podido olvidarme de contestar a mano la carta a mano que recibí, pues hay costumbres, viejas o incomprensibles, pero que no se deben olvidar.