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El Muro de Berlín, un símbolo
L

a caída del Muro de Berlín, hace 25 años, no fue espontánea. Se venía gestando desde muchos años antes, por lo menos desde la invasión soviética a Hungría en 1956 y, sobre todo, a Checoslovaquia en 1968. La raíz del problema se encuentra en la formación de la burocracia como una especie de nueva clase social en la URSS, una categoría social que se apropió el Estado y que, si bien no obtuvo ese poder de los ingresos privados de una economía estatizada ni podía vender las empresas estatales, usufructuaba los beneficios de éstas y de su administración y gestión que, muy probablemente, dado el ambiente de corrupción existente e innegable, capitalizaba para su provecho personal. Las mafias rusas, por ejemplo, y que ahora son famosas por su fuerza económica, no surgieron ni podían surgir por generación espontánea a los pocos meses del vuelco al capitalismo de la URSS. Se fueron haciendo de privilegios poco a poco hasta convertirse en verdaderos oligarcas. Putin, quien había sido el director del Servicio Federal de Seguridad en el gobierno de Yeltsin, sabía muy bien lo que ocurría en el seno de la nomenklatura, y en 2001 declaró que la población rusa no había sido indiferente al comportamiento de esos oligarcas que, tras repartirse los bienes del Estado, dirigían sus avionetas cargadas de fulanas (blyad) hacia la Costa Azul. Y así era: la burocracia se repartía, primero, los beneficios de las empresas estatales, y luego, los de la venta de éstas a particulares. Muy parecidos fueron los casos de Polonia, la antigua Checoslovaquia y, en general, del resto de los países del Este, incluyendo obviamente a la República Democrática Alemana, que era cualquier cosa menos democrática.

Contra lo que pensaban los comunistas fuera de la URSS y su zona de influencia-dominación, los pueblos de esos países, incluidos los obreros, sentían en carne propia que la plusvalía de la economía dominada por el Estado (léase la burocracia) no se repartía hacia abajo sino que se quedaba en las altas esferas de los aparatos gubernamentales. Para ellos el socialismo y los soviets eran una ficción aderezada, por si hubiera sido poco, por un régimen policiaco, de investigación y represivo, que los tenía sometidos. Es decir, nula democracia, en cualquier acepción que se le dé.

Cuando la oligarquía alemana, supuestamente comunista, construyó el Muro en Berlín (1961), no fue, aunque así se dijera, para evitar que los alemanes de occidente se refugiaran en Berlín oriental (véase el sarcasmo en la película de Becker: Adiós a Lenin, de 2003), sino para que los habitantes del este no se pasaran al oeste. Por eso el diseño del muro y los dobles espacios alambrados salpicados de casetas de vigilancia que hacía pensar a todos los que visitamos esa ciudad en las prisiones de alta seguridad. Por eso los asesinatos de ciudadanos que intentaron brincar el muro. ¿Por qué habrían de apoyar al gobierno de Erich Honecker y a la temida policía denominada Stasi que vigilaba y espiaba las actividades incluso triviales de la población? Al contrario, en cuanto pudieron hicieron suyo el capitalismo de la muy desarrollada Alemania occidental, aunque luego descubrieran que el capitalismo tampoco es lo que ofrece, y menos en condiciones de vida que están muy lejos de los ideales (incumplidos) del igualitarismo al que, en teoría, aspiraba el socialismo (nunca alcanzado).

Como un castillo de naipes, el llamado socialismo en los países del este europeo se cayó en muy poco tiempo, acompañado de grandes celebraciones de esa población que soportó una dictadura totalitaria desde la segunda posguerra mundial. La caída del Muro de Berlín fue un símbolo, no precisamente secundario, de las libertades que, después de varios intentos por más de 30 años, habían alcanzado los pueblos de esos países. Hasta Albania, el país más estalinista de Europa oriental, se liberó de sus dictadores, lo que no quiere decir que ganaran en democracia (la democracia, como bien decía Kautsky, no significa la supresión de las clases sociales ni del dominio de una clase sobre otra).

Si el socialismo se hubiera construido como lo imaginaban los clásicos del marxismo, incluso Lenin, el Muro de Berlín no habría existido, por innecesario. Algunos quizá hubiera emigrado en búsqueda de otras opciones, pero no arriesgando su vida y su libertad por ello. Cuando un pueblo apoya de verdad el régimen en que vive y está satisfecho con su condición, aunque tenga diferencias (y éstas no son reprimidas), no huye de su país a como dé lugar. Cierto es, como dice el dicho, que para algunos detrás de la barda el pasto es más verde, pero no es lo mismo comprobar para sí que no es cierto, que ser impedidos de averiguarlo. Lamentablemente los hubiera no existen y el socialismo como objetivo perdió partidarios gracias al gran engaño que fue la URSS y su zona de influencia en Europa.

El Muro de Berlín fue un símbolo de lo que no debió ser.

rodriguezaraujo.unam.mx