Opinión
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Mar de Historias

Hojas de otoño

I. El sabor de la infancia

L

a infancia jamás nos abandona. Nos acompaña siempre bajo el aspecto de los niños que fuimos. Aparece envuelta en una luz especial, rodeada de siluetas, pasos, música, voces, labores que mezclan lo salado y lo dulce: el gusto de las lágrimas y de los días felices. Estos fueron innumerables, a pesar de las limitaciones que implica la pobreza, y muchos quedaron para siempre asociados al pan dulce.

Apetecibles en todo momento, en nuestra mesa familiar eran señal de inesperada bonanza. También significaban celebración, premio y hasta refugio contra la soledad. Mis hermanos y yo la padecíamos durante el breve tiempo en que mi madre se apartaba de nosotros para reunirse con mi padre, de viaje en algún rancho adonde iba para comprar semillas o ganado.

Sabedora de la tristeza que iba a causarnos con su separación, antes de emprender el viaje mi madre nos llevaba al Puerto de Palos, la única tahona del barrio, a fin de comprarnos los panes dulces más apetecibles: campechanas, novias, palomas, volcanes, besos... Entiendo que con aquel regalo quería endulzarnos por adelantado las horas amargas de su ausencia.

Hace ya muchos años que mis padres murieron. Me he propuesto entender su partida como un viaje muy largo del que no volverán. Me heredaron su ejemplo y muy hermosos recuerdos, entre otros el regusto de aquellos panes dulces que aún guardan el sabor de mi infancia.

II. Lección

A ella la vida le ha enseñado muchas cosas, entre otras que la soledad camina en dos pies, que no la siguen ni el eco ni su sombra, que dialoga con el silencio y que por las mañanas le gusta preparar dos tazas de café: una es para el recuerdo.

III. Última función

Aunque todavía algunas personas lo duden, los animales sueñan, sienten dolor y son capaces de expresarlo; padecen arranques de mal genio, auguran la separación y el cambio de ambiente, lloran, ríen y son hábiles para manifestar sus preferencias en cuanto a la comida, las personas y los juegos.

En ese aspecto, Casimiro fue siempre un perro muy especial. Las pelotas al vuelo no le producían excitación ni interés (cosas que sí demostraban los otros perros con los que su dueña coincidía en el parque o en la casa de algún amigo); tampoco los muñecos electrónicos que siguen divirtiendo al más pequeño de la familia Álvarez.

El juego predilecto de Casimiro consistía en hacerse el muerto. Aunque nadie se lo ordenara, de pronto se quedaba inmóvil, desmadejado, como si de verdad hubiese fallecido. Era tan perfecta la actuación que sus dueños –pese a conocer más que de sobra su gusto por el fingimiento– iban rápido a auscultarlo. Al sentir su tibieza y su respiración sentían alivio, pero al mismo tiempo se consideraban burlados, graciosamente burlados, por su mascota.

La constante práctica de ese entretenimiento llevó a Casimiro a la absoluta maestría hasta que al fin, enmascarado en el rictus de la actuación, murió. Los Álvarez lo lloraron, lo velaron y lo enterraron en la sección canina de un cementerio para animales. En su lápida se mandaron grabar una inscripción: A Casimiro: un perro que se pasó la vida jugando a morir y vivirá para siempre en nuestro recuerdo. Descanse en paz.

IV. Capitonado en malva

A ese hombre todo le parece cursi, desde los rígidos arreglos florales, el zapatito en el retrovisor, el baile de quince años y los pasteles de boda hasta los muebles de brocado, las figuritas de Murano, los duendes de terracota en el jardín, los cisnes de yeso en los barandales, los peluquines y los camafeos.

Pero a ese señor nada le parece más ridículo que estas tarjetas musicales que los amantes intercambian en sus aniversarios y otras fechas señaladas: A ti, mi único amor. Tú y yo, juntos para siempre. Beso tu boca de coral y marfil. Eres único, eres lo máximo. ¡Eres tú!

La cursilería que ese hombre descubre en todas partes lo irrita y obsesiona al extremo de que por las noches, tendido en su cama con dosel y cabeceras de terciopelo malva capitonado, no logra pensar en otra cosa.