Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 15 de noviembre de 2009 Num: 767

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La porfiada memoria de Dedé Mirabal
JOCHY HERRERA

Juan Manuel Roca: la poesía en cuadros imaginativos
MARCO ANTONIO CAMPOS

Un ojo de la cara
EDITH VILLANUEVA SILES

Galería Uffizi: metamorfosis
ALEJANDRA ORTIZ

Dubravka Ugresic: escribir desde el exilio
ADRIANA CORTÉS KOLOFFON

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
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¿DÓNDE ESTÁ JORGE CUESTA?

DAVID JURADO


Jorge Cuesta: crítica y homenaje,
Varios autores,
Universidad Veracruzana,
México, 2008.

Varios críticos han señalado que la obra de cuesta, al igual que la de Owen, pertenece más al siglo XXI que al siglo XX. Existen varias razones para ello: primero, la obra de Cuesta se ha venido difundiendo y leyendo desde el último tercio del siglo pasado. Mientras estuvo vivo, la recepción de su obra “fue sumamente escasa y la mayoría de las veces adversa”, como lo anota Israel Ramírez. Sumado a que nunca publicó un libro que compilara sus textos, que de por sí ya eran dispersos y fragmentarios. De hecho, lo que tenemos hoy de Cuesta se debe al enigma que representaba para una generación que sólo recibió del medio literario con más prestigio de mitad del siglo pasado en México el mito de este escritor, la leyenda de un poeta “a cadena perpetua de la lucidez”, como dijo alguna vez Owen. La obra de Cuesta parecía estar más en la memoria y los escritos de aquellos que lo conocieron y que pertenecieron al “grupo sin grupo” que en los textos que legó. “La influencia posible que Jorge Cuesta ejerció sobre algunos de nosotros –comentaba Villaurrutia– se desprendía más de sus conversaciones, de sus polémicas, de sus elucubraciones verbales que de sus escritos.” Ante este enigma literario, sorpresivo y cautivante, era de esperarse que la obra de Cuesta fuera rescatada. Luís Mario Schneider y Miguel Capistrán fueron los principales rastreadores y desmitificadores de la obra de Jorge Cuesta. En pocas palabras, la obra de Cuesta tuvo que reconstruirse a través de una pesquisa literaria que no sólo estaba determinada por la compilación, difusión y lectura de una obra fragmentaria, sino por la potencialidad vital que la rodeaba, la capacidad de ser una obra imperceptible, imbricada en los textos y comentarios de sus contemporáneos, dejándole al lector un espacio de acción abierto, casi ilimitado, para que la descubriera.

La obra de Cuesta es una “Obra abierta” (Eco dixit). Y esta sería una segunda razón que la acercaría a nuestro tiempo. Ya no sólo su leyenda es enigmática, sino que también lo son sus textos, imbuidos en una “estética de la incredulidad”, como la llama María de Lourdes Franco, o en una pasión crítica llena de duda y desconfianza, para fraseando a Anthony Stanton. En los textos de Cuesta hay siempre un halo de ambigüedad, pero como toda obra abierta, presupone una regla de ambiguación. Hay, simultáneamente, sistematicidad, incoherencia y dispersión. “Para crear la impresión de una carencia total de estructura, una obra debe poseer una estructura subyacente fuerte”, escribe Eco. De esta forma, la obra de Cuesta, polémica, crítica y algo desquiciada, consolida una unidad, pero se entrega a la vez al ejercicio diabólico de lo problemático.

Podría seguir enumerando razones por las cuales la obra de Jorge Cuesta pertenece más a este siglo que al pasado pero por un escrúpulo zenoneano prefiero celebrar la aparición de Jorge Cuesta: crítica y homenaje. Este libro, una compilación de textos críticos leídos en un simposio dedicado a Cuesta en la Universidad Veracruzana, confirma la actualidad y el vivo interés que la obra del autor de Canto a un Dios mineral” despierta en la actualidad. Pero además, reafirma, con la publicación de un texto de Miguel Capistrán que narra los hallazgos, encuentros y demás vicisitudes que rodearon la recuperación y publicación de los textos de Cuesta, la potencialidad vital de esta obra que llega a los lindes de lo imperceptible.


INTELIGENCIA: UN CONCEPTO MUTANTE

EMILIANO BECERRIL


En el laberinto de la inteligencia. Guía para idiotas,
Hans Magnus Enzensberger,
Anagrama,
Barcelona, España, 2009.

Con el correr del tiempo, la inteligencia se ha ido transformando en un concepto cada vez más amplio. Día con día, los tipos de inteligencia aumentan –emocional, matemática o verbal, por mencionar algunas– y, por consecuencia, los mecanismos para medirla también, aunque, como apuntara Edwin Boring, la inteligencia sólo sea aquello que miden los test de inteligencia. La inteligencia es un prefijo que práctica y expansivamente da identidad a cualquier palabra (inteligencia-política, inteligencia del éxito, inteligencia-social, etcétera) y que, sobre todo, es reflejo del hombre moderno. Hans Magnus Enzensberger, en su libro El laberinto de la inteligencia. Guía para idiotas, entrevera el supuesto de que la inteligencia no es simplemente una característica, sino también una idea útil para establecer juicios sociales y clasificar al hombre, un concepto mutante que domina todas las virtudes humanas. Actualmente, atestaría Enzensberger, “todo aquel que quiera ser considerado moderno debe ser, necesariamente, inteligente”. En términos generales, observa, la conciencia histórica del hombre respecto a sí mismo no puede evitar considerar a nuestros antepasados como más estúpidos que nosotros mismos y, por supuesto, a todo lo demás también. Esta premisa, resquicio total de un egocentrismo occidental, no es otra cosa que el uso empalagado de un concepto que ha hilado la trama humana desde muchos lugares. Así, señala el ensayista alemán, esta noción tejió entre otras cosas uno de los no pocos debates racistas de mediados del siglo pasado, cuando, por ejemplo, Hans Eysenck escribió Raza, inteligencia y educación, libro en el que pretendía demostrar que el coeficiente intelectual de los negros era genéticamente inferior al de los blancos: para él, inteligencia era un punto de inflexión argumentativo en torno a la raza. De igual forma, por mencionar otro caso, el estadunidense Henry Goddard clasificó a los delincuentes, alcohólicos y prostitutas como deficientes mentales (incluso, para describirlos, acuñó el término moron, palabra hoy día muy cotidiana en la lengua anglosajona) y propuso encerrarlos en instituciones que controlaran su instinto sexual: una vez más, la calidad humana estaba en función de su inteligencia. De esta manera, a pesar de que algunos, como Stephen Jay Gould, hayan concebido la inteligencia como la “falsa medida del hombre”, los exámenes para medirla –y medirnos– sobran; unos caducan y otros emergen. Años dándole la razón a la razón, años diseñando exámenes que, en el fondo, sólo reflejan la moral de la época en que se generaron. En la historia de los exámenes de inteligencia, éstos nunca han logrado ser determinantes, pero sí polémicos. Bajo el monopolio del pensamiento, apuntaría Enzensberger, el hombre se ha apropiado del predicado “inteligente”, aunque, concluye, no seamos lo suficientemente inteligentes para medir nuestra inteligencia.


SÍNTESIS QUE ASPIRA A SER CLÁSICA

RAÚL OLVERA MIJARES


Los libros que nunca he escrito,
George Steiner,
FCE,
México, 2008.

Estar condenado a ser una figura tras bambalinas, eco de otras voces, una sombra que cuando más tendrá una débil voz cuya función será destacar el genio ajeno en detrimento del propio, proclive a las distinciones sutiles amenizadas con pintorescas ocurrencias, ésos, entre otros, son los atributos del invitado molesto a la fiesta de las artes, el mal menor que es preferible a la total indiferencia y el anonimato, la ingrata y altruista labor que la historia ha considerado exclusiva del crítico.

George Steiner (París, 1929), consciente de sus limitaciones y privilegios, tuvo la desfachatez y el valor de aderezar un opúsculo con todos los libros que nunca escribió (My Unwritten Books), pero que había anhelado componer e incluso pergeñado algún arranque. Agobiado y acaso agotado el arsenal de su ingenio con obras vastas y variadas, el crítico judío francés norteamericano, venerador y conocedor de la cultura inglesa, germana e itálica, tuvo a bien regalar al lector con una serie de coloridas y eruditas reflexiones acerca de la milenaria cultura científica en China, el significado de la mezquindad y la envidia, judeidad y judería, amor y bestialismo, un análisis comparativo de la instrucción pública en países como Francia, Reino Unido y Estados Unidos, e incluso algunos atisbos en las desencantadas convicciones políticas y flacas creencias religiosas del autor.

Los largos preámbulos, fuertemente imbuidos de cultura académica (Steiner ha pasado por Harvard, Cambridge, París, Ginebra y otras universidades de Alemania, Italia, España, Sudáfrica y México), deparan al lector paciente un insight bastante revelador, casi desnudamiento, que servirá para adentrarlo en los miedos, dudas, pequeñas miserias, mitos y ritos cotidianos del autor. Resulta sencillo experimentar una debilidad por Steiner, incluso quererlo y llegar a iden tificarse con él, al cobrar conciencia de todas sus flaquezas, declaradas y tácitas. Compartir la afición por sus perros, acompañarlo en sus peregrinaciones universitarias alrededor del mundo, participar en su desconfianza ante los excesos del sionismo y las medidas draconianas del Estado de Israel, siendo él hebreo.

Los libros que nunca he escrito, que así reza la traducción realizada en España por editorial Siruela y publicada en México en coedición con el Fondo de Cultura Económica, es una excelente introducción para conocer uno de los nombres más prominentes de la crítica actual, un espíritu más empeñado en el contenido que en la forma, ciertamente no un estilista de la vieja escuela, sino un hombre informado de las letras de varias naciones, la historia de la música y las artes, la semiótica y la lingüística, la filosofía clásica y la tradición analítica, la neurociencia, la lógica simbólica y las matemáticas, las ciencias cognitivas y la inteligencia artificial. Esto y más cabe en la síntesis postmoderna, que aspira a ser clásica, de George Steiner.



Cuentos y ultramarinos,
Alejandro Aura,
Universidad Autónoma Metropolitana/Ediciones Sin Nombre,
México, 2009.

Este es el libro póstumo que el entrañable y extrañado Alejandro entregara apenas dos meses antes de abandonar físicamente este mundo. Aquí, el lector encontrará –o se reencontrará– con la voz de un escritor que fue muchas otras cosas –promotor cultural, teatrero, bailarín...–, todas las cuales nutrieron su incansable quehacer literario, como se disfruta en estos cuentos “fascinantes, festivos a veces, melancólicos en otras ocasiones, pero siempre hipnóticos y conmovedores”.



Ficciones de la revolución mexicana,
Ignacio Solares,
Alfaguara,
México, 2009.

Dieciocho cuentos y una nota final dan cuerpo a estas Ficciones, con las cuales el autor de Madero, el otro, abunda en su exploración del panteón revolucionario mexicano y lo hace más próximo, más familiar a un lector habituado a pensar ese movimiento y a sus protagonistas desde un acartonamiento y un hieratismo aquí felizmente dejados de lado, en favor de un entramado de historias insospechadas, pero al mismo tiempo tan posibles como plausibles.



Alfabeto de las esfinges. Ensayos transatlánticos,
Adolfo Castañón,
Dirección de Literatura UNAM/Conaculta/DGE Equilibrista,
México, 2009.

Editor, crítico literario, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y autor de numerosos títulos, Castañón ha frecuentado casi todos los géneros, desde luego incluyendo –y de manera preponderante– el ensayo, fecundo ejercicio del cual este volumen es una nueva muestra. Aquí aborda, entre otras figuras, a Steiner, Illich, Montaigne, Schwob, Le Clézio, Xirau, Monterroso y Zambrano.