Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 13 de marzo de 2011 Num: 836

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Tres cuentos
Orlando Monsalve

Céline, bagatelas
de un aniversario

Gabriel Santander

La aguja en el arenal
(poesía joven de Jalisco)

Philip K. Dick,
el filósofo escritor

Matteo Dean

Las manos de John Berger
Ángela Pradelli

Palabras
John Berger

Grandeza y miseria de
un vestido y un cocodrilo

Vilma Fuentes

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Hugo Gutiérrez Vega

Con Ionesco en Roma

Eugène Ionesco tenía nariz de payaso y una sonrisa que le ocupaba todo el rostro. Gesticulaba al estilo rumano y, por lo tanto, las manos formaban parte de su lenguaje. Lo conocí en Roma el año de 1964. Terminando su conferencia sobre el peinado de La cantante calva, en la entrada del Instituto Francés que en aquellas épocas dirigía Balthus, se formó un pequeño grupo en torno al genio rumano que, junto con Beckett, Adamov y Tardieu dio forma y contenido al único teatro posible en esos tiempos de postguerra, el teatro del absurdo (así como el único cine que podía y debía hacerse era el del neorrealismo italiano). Ionesco hablaba sobre su primera patria (la segunda fue Francia) y, con enorme entusiasmo, recordaba a quien de alguna misteriosa manera había sido su maestro e inspirador, Ion Luca Caragiale, el autor de dos obras que pueden considerarse como antecedentes del teatro del absurdo, La carta perdida y Una noche tempestuosa. Unos meses después confirmé la teoría ionesquiana al ver, en el viejo Teatro Nacional de Bucarest, una puesta en escena, convencional e interesante a la vez, de La carta perdida, obra en la que se hace mofa de la verborrea parlamentaria y de la demagogia y la superchería de la clase política. En ella se encuentran ya los elementos de crítica a un lenguaje que no busca comunicar sino enmascarar (piense el lector en muchos políticos de nuestro país). Balthus nos guió por los hermosos vericuetos del jardín de su instituto y, en un pequeño kiosco situado al fondo del huerto, alcanzamos a ver el retrato de una de sus ninfetas ya casi terminado. Ionesco se quedó alelado viendo, desde la ventana, la figura de la niña semidesnuda con sus zapatitos de grandes hebillas y sus tobilleras blanquísimas. Cenamos en la terraza (el cocinero originario de Livorno nos sirvió una sopa fría de alcachofas, unos leves, casi evanescentes ravioles y un rotundo queso azul que, a mi parecer, había llegado de la asturiana Cabrales. Bebimos vino blanco de Orvieto y el maestro rumano devoró alegremente un plato de galletas de almendra hechas en la Campania) y ahí se nos unió Gore Vidal que acababa de llegar y tenía el firme propósito de vivir en Roma. Ionesco y Vidal hablaron de su poeta favorito, Ungaretti y lamentaron el triste final genovés de Ezra Pound. El entretenimiento de la noche consistió en recordar frases de La cantante calva (Sandor Marai dice que sus paisanos magiares tienen la costumbre de contar chistes y anécdotas graciosas después de la cena para favorecer la digestión.) Vienen a mi memoria algunos parlamentos de esa obra que sigue en escena en el pequeño teatro parisino que la vio nacer hace muchos años: “Tomad un círculo, acariciádlo y se convertirá en vicioso.” Cuando, por simple cortesía, le piden al bombero que cuente otra anécdota y éste acepta, los Martin lo comentan de esta manera: “Acepta, va a continuar fastidiándonos.” En una escena memorable, el bombero se queja de lo mal que va el negocio por la escasez de incendios y, al final de la pieza, surge la pregunta ¿y la cantante calva? Se hace un ominoso silencio y se escucha la respuesta: “Se sigue peinando de la misma manera.” Nos despedimos cuando llegaba el hermano de Balthus, Pierre Klossowsky, autor, entre otras obras fundamentales, de Roberte ce soir, la obra que, muchos años más tarde, pusimos en La Casa del Lago bajo la dirección de Gurrola y con la dramaturgia de Juan García Ponce. Ionesco se despidió y se fue caminando con pequeños saltitos por las callejuelas romanas. Lo acompañaban el Rey Moribundo, Jacobo, los Smith, los Martin, el Bombero, Mary, los Viejos y el Orador Mudo de Las sillas (las mejores puestas en escena de esta obra señera son, a mi parecer, la de Jodorowsky y la de Jorge Galván); el siniestro educador y su víctima de La lección (pienso en Carlos Ancira y en Beatriz Sheridan) y una manada de rinocerontes que antes fueron hombres y que, con su posición fascista, se convirtieron en bestias unicornes (vi esta obra en Bucarest en el otoño de 1964, actuada y dirigida por el genial actor rumano Radu Beligan).

Recuerdo, para terminar esta fiesta de la memoria, la puesta en escena de La cantante calva en el Teatro de la República de Querétaro en 1961 (Los Cómicos de la legua la estrenaron en lengua castellana). Desde aquí abrazo a mis compañeros de esa puesta que profanó alegremente el escenario constitucional: Paco Rabell, Jorge Galván, Estela Belaunzarán, Carmen Cepeda, Gonzalo Pacheco y Licha Aguilar. Pienso en el Smith que intenté componer con mis memorias del modo de ser británico. Todo esto se lo conté a Ionesco en Roma y, en lugar de hacer profundas meditaciones, nos morimos de una risa que sobresaltó y divirtió a un Balthus alucinado por la presencia mágica de un Ionesco que tenía nariz de payasito.

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