Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 26 de octubre de 2014 Num: 1025

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Antonio Cisneros
como cronista

Marco Antonio Campos

Los amores de Elenita
Paula Mónaco Felipe entrevista
con Elena Poniatowska

Retrato de Dylan Thomas
Edgar Aguilar

En mi oficio o ceñudo arte
Dylan Thomas

Presencia y desaparición
del mundo maya

Vilma Fuentes

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Ser (y hacer) lectores

Germán Iván Martínez


El buen lector se hace, no nace. Reflexiones sobre
la lectura y la escritura,

Felipe Garrido,
Paidós,
México, 2014.

En otro tiempo, la principal preocupación en México respecto a la lectura fue la alfabetización. Hoy el problema no sólo radica en el número de personas que continúan sin saben leer ni escribir, sino en la enorme cantidad de gente que, aun pudiendo hacerlo, no quiere. En El buen lector se hace, no nace, un libro que recoge ensayos, conferencias y extractos de ponencias, Felipe Garrido ha escrito que nuestra “educación básica está todavía diseñada para alfabetizar a los estudiantes; no para formarlos como lectores”. Y tiene razón. La educación mexicana no ha hecho de la lectura y la escritura una prioridad, un asunto de interés nacional. Para conseguirlo, la SEP tendría que fijarse como meta formar lectores letrados y no sólo unos en sentido elemental y utilitario. Debería esforzarse por hacer que la lectura no sea actividad exclusiva de una asignatura sino tarea permanente, placentera, lúcida y lúdica, gracias a la cual los estudiantes aprenden a jugar con las palabras, a descubrir su naturaleza, importancia, sentido, significado y usos. Mediante la lectura es posible escuchar con los ojos a autores pasados y presentes, dialogar con ellos, encontrar coincidencias y divergencias, supuestos, contradicciones. Garrido nos invita a “perderles el respeto” a los libros, interrogándolos, porque sólo así se vuelven conversación, revelación y letra viva.

Refiere la necesidad de que los propios maestros sean lectores. Pero no de los que se quedan atrapados en la parcela del conocimiento en que fueron formados o en el ámbito de la disciplina que enseñan. Esos lectores, precisa, son “analfabetos por especialización”, pues no logran ver la lectura como una ocupación cotidiana que va más allá de fines prácticos. No han descubierto el deleite que es ésta y el placer que trae consigo: el conocimiento (y la comprensión) del mundo y de uno mismo, el descubrimiento de personas y personajes, de lugares reales o ficticios, ambientes, situaciones, vivencias. Todo esto propicia el crecimiento del lector, favorece su aprendizaje y su transformación.

Felipe Garrido sabe que lectura y escritura son dos caras de una misma moneda, actividades complementarias que amplían nuestra mirada y ensanchan nuestra conciencia; quehaceres que ayudan a conocer más y mejor. Ambas van más allá de materias y calificaciones, reportes, resúmenes y exámenes. La lectura, dice nuestro autor, debe ser entendida como actividad libre y voluntaria y, por ello, autónoma, gozosa, creativa y re-creativa a un tiempo; vinculada a la escucha, el habla y la escritura. Piensa, por ello, que la mejor manera de formar lectores es mediante la lectura en voz alta, el ejemplo y la imitación. Afirma que si los maestros leen tres o cuatro minutos diariamente, al comenzar un día de clases; si leen diversos tipos de textos (cuentos, ensayos, poemas, novelas) cada vez más variados, exigentes y complejos; si hacen que los alumnos estén rodeados de libros, periódicos, revistas, carteles y folletos; si los estudiantes escuchan leer a sus profesores y éstos lo hacen con intensidad, entonación, ritmo y dicción; si los ven escribir y logran que los emulen; si los alumnos son involucrados poco a poco en la lectura y la escritura a partir de su lenguaje, intereses y expectativas; si recuperan los docentes la experiencia individual y social con la que llegan éstos a las aulas y la aprovechan; si se descubre la lectura como un placer intelectual y la escritura como el vehículo de ideas, emociones y sentimientos… Si hacemos esto, piensa Felipe Garrido, podemos constituir “la revolución educativa, social y cultural más importante que haya habido en nuestra historia”. No obstante, para alcanzarla es urgente que las escuelas normales se fijen como meta hacer del maestro un lector asiduo, curioso y crítico. Objetivo que debe ser preocupación personal y profesional pero sobre todo ocupación permanente.

Si nuestro sistema educativo ha fracasado en su intento de formar lectores se debe en buena medida a que no ha entendido que resulta insuficiente repartir libros (o tabletas electrónicas); no basta armar colecciones formidables que quedan empaquetadas en las escuelas, libros extraordinarios que no se les prestan a los alumnos porque los maltratan o no los devuelven. Aún hay escuelas sin bibliotecas y bibliotecas sin libros; hacen falta bibliotecarios, librerías y bibliotecas públicas; libros más accesibles, en costo, diseño y lenguaje, estrategias más sensatas para formar lectores y para atender a quienes son lectores primerizos o experimentados.

En suma, se precisa que la lectura llegue a las familias, que sea una actividad vital en las escuelas y una práctica espontánea y regular en las clases. Proyectos en torno al libro y la lectura abundan; muchos son onerosos e ineficientes porque sólo simulan que se lee, inflan estadísticas o hacen que el lector llene mecánicamente cuestionarios, guías, síntesis, fichas o informes. Garrido sabe que la lectura auténtica se liga a la literatura; que leer es una habilidad que se pule con la práctica, una experiencia personal e intransferible. Entiende que leer no es descodificar sino sobre todo comprender, y está convencido de que la “costumbre de leer no se enseña, se contagia”.


Ficcionalizar la crisis

Jorge Alberto Gudiño Hernández


La mujer del novelista,
Eloy Urroz,
Alfaguara,
México, 2014.

Son muchos los escritores que han caído en la tentación de convertirse en personajes. De convertirse en sus propios personajes, para mayor precisión (volverse el de otro escritor no es culpa de quien, entonces, ya forma parte de la trama). Más aún, a últimas fechas hemos sido testigos de una buena cantidad de novelas dentro de lo que se llama “autoficción”. Ya sea que se opte por este recurso o se centre en la tradicional autobiografía, el autor que elige convertirse en personaje enfrenta varios retos.

El primero de ellos es el de la conciencia propia. Es un lugar común sostener que nadie se conoce mejor que uno mismo. Si bien esto puede ser verdad en términos absolutos, lo cierto es que suele haber muchos elementos que empañan la percepción que uno tiene de sí. Para bien o para mal, el personaje que nos construimos está idealizado: no somos capaces de objetividad cuando se trata de nuestra persona; es tan fácil tirarse al drama y ser condescendiente como asumirse superior y volverse petulante. También es necesario tomar en cuenta la distorsión: por más que uno lo intente, los recuerdos no son lo mismo que los hechos pasados; éstos ya se han filtrado a través del tiempo. Restan aún nuestras propias limitaciones: no es lo mismo ser un narrador omnisciente que conoce el sentir de cada conciencia figural dentro del relato, que un espectador de esa misma puesta en escena. Pese a lo anterior, narrarse a sí mismo es una práctica que va ganando adeptos. Y aún no menciono el mayor de los retos: ser capaz de justificarse ante el lector. No es sencillo convencerlo de que la historia del autor es más interesante que cualquier otra que pudiera narrar. De nuevo la soberbia se asoma. Para evitarla es necesario abordar el asunto con mucha inteligencia.

Eloy Urroz (Nueva York, 1967) la tiene. Justifica su atrevimiento a partir de su propia crisis. A saber: su novela es una suerte de diario del año sabático que le correspondía por su trabajo universitario. Así, decidió pasar ese período en el sur de Francia, junto con su esposa y sus hijos. Desde cierta perspectiva, un paraíso particular.

Es entonces cuando detona la crisis. Porque la escritura es un proceso complejo. Sobre todo cuando se trata de convertirse en personaje. Así, el proceso de la novela es narrado dentro de la novela. Los antagonistas aparecen, ya sea como personajes salidos del pasado o como amigos que no han hecho lo que se esperaba de ellos. Poco a poco los nombres van cambiando, aunque no las identidades. Y es en ese preciso momento cuando sale a relucir toda la pericia narrativa que Urroz ha acumulado a lo largo de sus novelas: consigue crear un mundo conocido dentro de otro desconocido y varios más.

Un extra: para quien está acostumbrado a que en las novelas de los miembros del crack aparezcan los otros como meras referencias, La mujer del novelista no defraudará sus expectativas. Más allá de los elogios, aquí encontrará parte de la historia oscura de ese grupo.

Al margen de ese detalle que bien puede despertar el morbo, Urroz consiguió, con esta novela, plantear un juego y llevarlo hasta el límite sin defraudar al lector.


Del genio al talento

Enrique Héctor González


Rojo Floyd,
Michele Mari,
La bestia equilátera,
Buenos Aires, 2013.

Desde que se inventó la analogía se inauguró una tentación pavorosa: la de comparar; vale decir, reducir, convertir lo diferente en similar y lo distante en semejanza oprobiosa. Sustentado en esta ley no escrita de reciprocidades, el profesor italiano Michele Mari rinde homenaje a cuatro músicos que son cinco (como los mosqueteros que, se presume, son cuatro y no tres) y formaron, hace casi medio siglo, un grupo que ha devenido esencial en la escena del rock: Pink Floyd. La bestial sugestión de confundir a cada uno de sus miembros con un animal distinto (Roger Waters es un caballo, como perro es Nick Mason, gato David Gilmour y ratón Richard Wright; Syd Barrett se cuece siempre aparte), lleva al autor a urdir una complicada trama de breves capítulos donde se confirman o desmienten los miles de dimes y diretes que la popularidad y la fama tienden alrededor de las celebridades, todo en clave de ficción.

Porque, en efecto, el libro no pretende ser la biografía acabada o el testimonio preciso de las deslealtades y filiaciones que llevaron al grupo a terminar siendo sólo una banda de dos miembros (en la actualidad), sino más bien un texto híbrido donde las múltiples realidades, personales y colectivas, que activaron los mejores años del Floyd, se disuelven en la infausta locura de su líder primigenio, Syd Barrett, que nunca regresó de su lisérgico viaje para seguir al frente del conjunto, luego de los dos primeros álbumes, o en el narcisismo iracundo de su segundo adalid, Roger Waters, quien los volvió a la cordura no sin cortarles (o intentarlo) el cordón umbilical con Barrett. Pero el problema del libro no está en la poliédrica reconstrucción de este fenómeno sentimental, que quizá sólo interese a los fanáticos del grupo. El asunto es que Rojo Floyd, por más que uno lo procure, no se deja leer como novela.

Del estallido de un grupo musical –y esto es ley casi newtoniana e inapelable–, de su disolución por desavenencias insuperables o caprichos de las consortes o desequilibrios en las ganancias o desacuerdos sobre si la composición debe ser prerrogativa excluyente del líder natural, se desprenden fragmentos solistas casi siempre deleznables. Con la excepción de Peter Gabriel y Genesis o Eric Clapton y la insípida Crema en la que creció, o de grupos (bandas, se dice ahora, en términos más rudos) que nunca terminaron de serlo, la farándula del rock sólo ha visto cómo instituciones musicales de altísmo voltaje se convierten en inmerecidas sombras indivisas a merced de la sobrevivencia comercial. El caso de Pink Floyd no es excepción porque, en buena medida y sin Barrett y más tarde sin Waters, nadie pretendió caminar por su cuenta. Rojo Floyd festeja la contumacia de este contubernio y se permite elucubraciones que no dan para la intriga literaria, pero sí para el festín del anecdotario.

Es por ello que el texto termina siendo, a su manera, una crónica puntual de cómo el genio (Syd Barrett) se convierte en talento (Roger Waters). Quizá por ausencia de ambas cualidades, el profesor Mari entrega un libro cuyo alarde estructural y espléndida información no dan para reconocerlo como una ficción estimable: creo que el lector se quedará, al fin y al cabo, con la sustanciosa zurrapa, real o conjetural, de este inexacto aderezo novelesco, lo cual, dada la erudita devoción floydiana con que Michele Mari hace su tarea, no es poca cosa.


Una estética de la trascendencia corpórea

Orlando Lima Rocha


Suciedad, cuerpo y civilización,
José Manuel Silvero Arévalos,
Universidad Nacional de Asunción,
Paraguay, 2014.

El problema del racismo estructural y sus prejuicios simbólicos es añejo y, aún hoy a pesar de todo, vigente. Reflexionar en torno a ello no solamente es siempre imprescindible sino también necesario. Más aún es hacerlo desde nuestra propia cotidianidad, en la que nos desenvolvemos vitalmente. Esta es la tarea que persigue y presenta Suciedad, cuerpo y civilización, del filósofo José Manuel Silvero, quien aporta valiosos enfoques y reflexiones en torno a su patria paraguaya para resaltar la importancia de abordar un tema tan poco atendido como fundamental: la corporalidad misma y sus dimensiones público-privadas para una vida digna.

A lo largo de sus páginas se puede constatar la importancia que presenta reflexionar sobre nosotros mismos desde nuestros cuerpos. Cuerpos que somos, como bien apunta Silvero, puesto que la corporalidad no es sólo un objeto, sino parte constitutiva de nosotros mismos.

Toda dominación es una dominación de nuestros cuerpos. Silvero atiende muy bien este punto y presenta la triple dimensión que nuestra corporalidad tiene: como heterótrofo (come y produce desechos), como político (vive en ciudades, se organiza) y como trascendente (se ríe, administra esperanzas). Todo eso lo enmarca en la propia realidad paraguaya, la cual ha sido vigilada y dominada en la corporalidad de sus habitantes a lo largo de su historia.

Las políticas higienistas producidas por el Estado paraguayo que analiza el autor dan cuenta de la politicidad de la mierda y los desechos. De un “es mejor 'decir' que 'oler'” se pasa al higienismo como regla de excepción totalitaria y la resistencia cotidiana ante ello en Paraguay y, también, en nuestra América. Así, el filosofar da cuenta de su potencialidad y fecundidad cuando sale de las cavernas de su sola disciplina en pos de una reflexión de la dimensión pública y política, paraguaya en este caso.

Uno de los puntos centrales y quizá nodales de Suciedad, cuerpo y civilización es el acento que pone en la dimensión trascendente de nuestra corporalidad como sugerente de las resistencias para una liberación colectiva. Así, la reflexión estética tiene un campo abierto muy importante, pues implica la reflexión crítica, creativa y productiva de resistencias desde lo abyecto ante los atentados ninguneadores de una vida digna tan posible como deseable. Su lectura es, por demás, imprescindible.



Albamar y otros poemas,
Jorge Ruiz Dueñas,
Ediciones Sin Nombre,
México 2013.

El poema no acaba nunca de acercarse al mar, ese elemento primitivo y esencial para la imaginación y la inteligencia a lo largo de nuestra historia tanto psíquica como biólogica. Esto es más que evidente en la obra de Jorge Ruiz Dueñas, poeta firmemente establecido en nuestra letras y merecedor de varios premios  –entre otros el Xavier Villaurrutia, en1997– también reconocido periodista cultural, ensayista riguroso, narrador y enamorado confeso de las ballenas (Tiempo de ballenas, UAM 1989), esas criaturas monumentales cuyo ojo en apariencia diminuto nos inquieta a profundidad. En este libro, Jorge Ruiz Dueñas regresa a sus reflexiones sobre el mar, pero el mar de la mañana, el que siempre empieza, según Valéry, como una condición irrevocable. Poesía de finos trazos y de ideas e imágenes que no cesan su vigencia y fascinación en el poeta y, por lo tanto, tampoco en su lector.