Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 12 de agosto de 2012 Num: 910

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos poetas

En recuerdo de
Severino Salazar

José María Espinasa

Hardy, el burlón
Ricardo Guzmán Wolffer

La realidad y la momificación de la poesía
Fabrizio Andreella

Lectura vs televisión
Ricardo Venegas entrevista con Rius

1907: la primera
primavera mexicana

Marcos Daniel Aguilar

El cielo de Paul Bowles
Raúl Olvera Mijares

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Ana García Bergua

Un regreso por la calle Bolívar

Cada semana, cuando regreso de dar mi curso de narrativa en el centro de la ciudad, tomo la calle de Bolívar, paralela a Tlalpan, que corre discreta hacia el sur. Despojada en este tramo del prestigio del Centro Histórico, Bolívar es un atajo perfecto en estos días con lluvia, ni muy congestionado ni muy rápido, y a la vez revelador. Es un poco como el costado de una rebanada del pastel que revela su arquitectura:  el pan, la crema, la mermelada, la cubierta. Bolívar nos deja ver las colonias por las que transita como un muestrario muy elocuente, aunque menos escandaloso que el de otras rutas, de una ciudad que se ha ido estirando hasta el exceso: la colonia Obrera y los talleres de piezas para coche que se contagian de la Buenos Aires –uno nunca sabe si alguno de los rines expuestos a la venta fue alguna vez suyo o de alguien conocido–; la somnolienta colonia Álamos con sus casas estilo californiano y sus calles nombradas misteriosamente como ciudades españolas, una aspiración señorial suspendida entre el caos de los ejes viales y la calzada de Tlalpan. A sólo unas cuadras está la colonia Narvarte con sus camellones y sus palmeras.

La colonia Postal, más adelante, siempre me ha parecido de lo más simpática por sus nombres atribuibles a las vicisitudes del correo:  Estafetas, Buzones, Ahorro Postal. De joven, cuando pasaba por ahí me imaginaba que en la colonia Postal vivían los carteros (originalmente fue para ellos y para sus familias, no estaba tan errada) y que nuestras cartas perdidas se encontraban ocultas en sus calles. Quizá uno podía ir a reclamarles las cartas que nunca llegaban o las que tardaban una eternidad en alcanzar al remitente.

Unas cuadras delante de la Postal, hacia el sur, me encuentro la colonia del Periodista, que honra a su nombre pues fue creada de igual manera para la gente de la prensa. Está ahí la calle Zutano (¿habrá sido seudónimo de periodista o los encargados de la nomenclatura perdieron la inspiración?), donde está el museo de Benita Galeana; gracias a las crónica de David Huerta sabemos que en esta colonia vivieron muchas figuras de la izquierda mexicana. Y de la Postal se desprende la Portales, donde vivieron –¿hay alguien que no lo sepa?– Carlos Monsiváis y sus muchos gatos. La Portales, que tiene otro estilo, más de barrio; el color de sus casas, similar al de Coyoacán, las convierte en una acuarela umbrosa bajo la lluvia de estos días. Portales con su mercado, sus calles que habita el vecindario.

Disfruto recorrer por Bolívar estas colonias un poco hechas a un lado en nuestras mitologías por otras más antiguas, de moda o prestigiosas. Será que esta calle se mete en su vida interior, su vida más privada. Trato de distinguir dónde empieza un barrio y termina el otro; imaginar cómo fue creciendo la ciudad, fraccionando las antiguas haciendas para los trabajadores de un siglo XX que despertaba de la Revolución y, más tarde, para una clase media que poco a poco se fue extendiendo a lo largo de todo el siglo. En las casas de los años treinta-cuarenta hay aún cierta elegancia, el decoro de lo que fue modesto pero digno, no sé, una aspiración de vida citadina a ras de calle: no las mansiones aisladas del mundo por muros altísimos e infranqueables, sino el barrio. Permanecen en ellas los mercados, las pozolerías, las plazas, las iglesias, los niños que corretean por las calles, una parte entrañable del Distrito Federal que guarda en el seno de sus mil colonias la provincia de quienes han venido a sumarse a ella y siguen haciéndolo: un día llegaremos a Cuernavaca y más allá, y aun así seguiremos tratando de discernir cómo fue, qué pasó, colonia tras colonia, recorriendo estas calles que son como un paisaje y a la vez como una historia de la vida cotidiana, sin monumentos, con huellas discretas pero reconocibles.

Por eso me gusta regresar los jueves por la calle de Bolívar. Porque es como si el recorrido me contara cada vez una vida que me intriga. Y yo sé que hago mal en no irme en el Metro, que es mucho más rápido, práctico y anticontaminante –y corre paralelo, sólo a dos o tres cuadras a la izquierda–, yo lo sé, pero es que me gusta mirar estas calles pequeñas y no aquellas fachadas de Calzada de Tlalpan, convertidas en fábricas y hoteles y tiendas y puestos de sexoservidores, en contra de los cuales nada tengo, pero que no se dejan observar tan a gusto como esta calle estrecha y sin escándalo que me va platicando de sus cosas.