Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 13 de octubre de 2013 Num: 971

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Lichtenberg: sobre
héroes y estatuas

Ricardo Bada

La palabra, el dandi
y la mosca

Edgar Aguilar entrevista
con Raúl Hernández Viveros

Antonio Gamoneda: sentimentalidad oscura
José Ángel Leyva

El caso de la mujer azul
Guillermo Samperio

El rival
Eugenio Aguirre

Tecnología y consumo:
el futuro enfermo

Sergio Gómez Montero

Cárcel y libertad
en Brasil

Ingrid Suckaer

Máscara
Klítos Kyrou

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Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
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La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
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Las Rayas de la Cebra
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Cabezalcubo
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La Casa Sosegada
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La Jornada Semanal

 

El caso de la
mujer azul

Guillermo
Samperio

Ilustración de Hernameisandie

Llegó a la habitación el investigador privado George Harrison, al cual le hacían bromas por llevar el nombre análogo del beatle fallecido de cáncer. Ya se encontraban allí el inspector en jefe de la policía de New York y su grupo de ayudantes, moviéndose de un lado a otro y con el manejo de una serie de aparatos de exquisito escrutinio. Harrison miró hacia la cama a la mujer rubia apenas recostado de lado sobre una colcha blanquísima; vio que la cara de la mujer, Jennifer Sccot le habían dicho, tenía apenas un dejo de dolor como si la vida no le hubiera alcanzado para dolerse del todo. Distinguió que era una mujer hermosa, limpia, cuidadosa, ordenada, al pasar la vista sobre los objetos que le pertenecieron a ella.

En el lobby del hotel, los reporteros estaban ansiosos por entrar, inquirir a todo mundo y sacar fotografías de aquí, de allá y acullá, pero el inspector oficial le había ordenado al gerente impedir la entrada al hotel Le Déluré Nuit (“La noche avispada”), cuyo dueño tenía debilidad por lo francés como muchos neoyorkinos y estadunidenses en general, tal vez por envidia soterrada o por la costumbre de plagiar a Europa.

–A esta mujer la envenenaron antes de llegar al dormitorio, le aventaron tinta azul como si fuera la firma del asesino, el cual podría convertirse en un asesino serial –dijo el inspector en jefe de la policía de NY.

Harrison lo escuchó mientras examinaba de muy cerca la mancha azul sobre la bata de la mujer y la salpicadura que se encontraba en el plexo solar de la víctima; vio que el líquido azul se concentraba donde empezaba la boca del estómago y disminuía hacia el pecho, el cuello y el mentón, más una que otra gota en la cara, creando una especie de mapa de un archipiélago que en torno de cada isleta había algo como una ligera playa blanca. Hay una mancha un poco más intensa en la nariz debido tal vez, se decía George, a que la mujer se llevó la mano hacia allí en un leve instante de desesperación por ganar respiración; además, aunque ella tiene el cuello largo y agradable, se nota el intento de alargarlo otro tanto con el afán de rescatar otro poco de aire. Miró también que la mano izquierda de la víctima sujetaba con fuerza la orilla de la bata como jalándola, lo mismo que la derecha pero con levedad, pero entre ambas lograron hacer una “uve” en el pecho de senos quizá no tan pronunciados. Sobre la colcha se diseminaban las gotas azules, lo que le sugería que el líquido le fue lanzado con fuerza hacia el pecho y de ahí saltaron las gotas en torno de la mujer. Su escrutinio visual fue lento y meticuloso, ya que observaba cada gota por mínima que fuera y en el sitio que se encontrara, sin importarle que el tiempo hubiera rebasado ya las 3 de la madrugada sin darse cuenta.

–Creo que es tiempo de cerrar el caso, que se lleven el cuerpo y que la autopsia nos explique qué tipo de veneno ingirió la víctima –ordenó el oficial inspector neoyorkino sobre el oído de George, quien pareció no escuchar y todavía se quedó agachado hacia la mujer hermosa unos minutos y luego se enderezó y se puso frente al policía en jefe de New York. Carraspeó un poco para entonar la voz y dijo:

–Mire, teniente Wilkins, no puede cerrar el caso y ahora le explico por qué. La víctima no ingirió ningún veneno, el líquido azul no es tinta y el asesino no será serial. Cuando mucho aparecerán ejecutados un par de personas asesinadas de manera semejante a la de la señora Scott, que pueden ser hombres también, o casi seguro.

–No me diga usted esto y a estas horas…

–Déjeme seguir, plis –dijo en voz alta Harrison–; y no importa la hora. Este líquido azul es un químico de nueva generación que, por otro lado, no se produce aquí. Todo su equipo que nos rodea y nos escucha no pudo darse cuenta de que no todas las manchas son azules. Fueron azules pero se han ido convirtiendo en sepias y algunas, de hecho, han tomado ya un color café firme y son las que, de forma paulatina, han ido carcomiendo la piel y en algunas partes la carne misma. Y no es lejano que bajo la gran mancha azul sobre el plexo solar haya trasminado piel, músculos y arribado a los pulmones, donde generó lesiones severas que causaron asfixia en la víctima de forma rápida. Entre más tiempo pase, este químico irá carcomiendo este cuerpo tan bello. La infusión ha sido producida, con alto grado de probabilidad, en Rusia y el incidente está ligado a cuestiones de narcotráfico o de orden político, pero eso ya le toca a usted investigarlo. A mí sólo me contrató la abuela de la señora Jennifer Scott con el fin de saber cómo había muerto su nieta; y le pido, teniente Wilkins, que le avise a la abuela en qué momento tendrá disponible el cadáver de la señora Scott, pues desea realizar un sepelio con todas las normas.

–Pero su dicho me suena a un gran disparate.

–La gente que realice la autopsia se va a topar con un gran enigma; es lo único que puedo decirle al respecto. Y un último favor: revise la bitácora que trae en las manos y dígame si hay algún nombre de origen ruso entre los que ha reunido su equipo.

El oficial hojeó sus papeles, leyó aquí y allá, detuvo el dedo índice en algún sitio de alguna página... Levantó la cara ahora un tanto ruborizada y miró hacia George Harrison.

–Sí, aquí tengo uno: es Fiodorovitch Kérenski…

–Le deseo una buena investigación y no deje de entregarle un exacto informe a la abuela Scott en su momento. Con permiso, ella me está esperando…

Y Harrison, antes de salir, miró contristado el precioso cadáver de Jennifer. En la habitación sólo quedó el aroma a tabaco de la loción de George.